Por Hugo Soriani
Al principio fue difícil. Cuando él hablaba uno no sabía dónde mirarlo. Un ojo enfocaba a un lado y otro al opuesto y era imposible mirarlo de frente. O se lo miraba a uno o se lo miraba a otro, ambos separados por esa narizota que complicaba aún más un enfoque correcto.
Fueron varios los cafés y almuerzos compartidos, como con otros políticos en campaña, cuando soñaba con la posibilidad de ser candidato recién en 2007 o 2011. A una de esas reuniones llegó luego de un acto en el conurbano y, aún aturdido por el fervor que decía haber encontrado, empezó a sacar de sus bolsillos los papelitos que le habían dado mientras caminaba fundido con la gente. Los volcó sobre la mesa, eran muchísimos, y eligió uno al azar para ponerlo como ejemplo. El papelito decía: “Néstor, no te mueras nunca”. A ese le fallaste. O quizás no.
Explicaba apasionadamente cómo iba a hacer para renegociar la deuda, para atraer a los movimientos sociales, para estatizar algunas empresas, para aumentar las jubilaciones, para reiniciar los juicios a los genocidas. Y uno pensaba cuántos candidatos ya habían dicho lo mismo para hacer exactamente lo contrario. Sin embargo, uno un poco le creía. Un poco nomás, pero le creía.
El tipo se las arreglaba para que uno le arrimara alguna ficha, quizás por esa forma atrevida con la que hacía sus planteos, quizás porque su estatura obligaba a que uno siempre tuviera que mirar para arriba hasta encontrarlo, quizás porque uno intuía una audacia superior a la que estaba acostumbrado en otros políticos. Este era distinto: más zarpado, más atrevido en los planteos, desordenado pero coherente, feo pero entrador, irrespetuoso pero simpático.
Cuando se iba, te dejaba siempre discutiendo sus afirmaciones. “Este está medio pirado, pero a veces hacen falta locos así”, rumiaba uno para adentro mientras pensaba en la paradoja de haberse pasado la vida haciendo política, creyendo en ella como la única herramienta válida para las transformaciones sociales y, al mismo tiempo, haber desconfiado siempre de todos los políticos.
Es que uno viene de otro palo: de la militancia en organizaciones, no en partidos. De hacer política en los barrios, en las villas, en las fábricas, en las universidades. Uno viene de los setenta y de la más rancia izquierda setentista. Esa para la que el peronismo era la maldición burguesa que impedía la llegada del paraíso socialista. Minga de proyecto nacional, revolución socialista o caricatura de revolución, como decía Guevara.
Luego vino la dictadura y barrió con todo y con todos: con el proyecto nacional, con los clásicos vietnamitas, con los discos de protesta, con los libros de tapas duras y de tapas blandas, con los compañeros y compañeras, con las familias de ellos y con los hijos de tantos que aún buscan las Abuelas.
Vino la dictadura y se acabó la vida. Nos mataron, nos secuestraron, nos torturaron, nos arrojaron de aviones, nos metieron en campos de concentración o en cárceles legales desde donde también nos sacaron para fusilarnos, o nos abrieron las puertas de los calabozos para molernos a palos una noche y otra y otra.
De ahí venimos.
Festejamos la llegada de Alfonsín, fuimos a la Plaza en Semana Santa, nos comimos las “Felices Pascuas”, la obediencia debida, el punto final y algunos creyeron que Menem pondría las cosas en su lugar.
Bastaron meses para darse cuenta del desastre. Pero duró diez años. En medio, el indulto y los pocos asesinos que quedaban presos, a casa. A las pantuflas, el diario y el mate mañanero.
Pero como todo tiene un final, terminó y festejamos. Tibiamente, es cierto, porque De la Rúa no entusiasmaba ni a mi vieja. Pero se había ido el Turco y además estaba Chacho.
Lo que vino fue tragedia: Cavallo, López Murphy, corralito, ajuste y la frutilla: represión y muerte antes del helicóptero que lo salvo a él y a todos nosotros de él.
Antes de Duhalde, algunos otros. Luego Duhalde, hasta Kosteki y Santillán.
Y de pronto aparecía este flaco con pinta de loser, un pingüino desconocido que solamente ganaba elecciones en Santa Cruz.
Aparecía y prometía por izquierda. Y uno un poco le creía. Uno ya empezaba a defenderlo y a discutir con sus amigos, aunque a veces se sintiera ingenuo o inventara razones para convencerse a sí mismo.
Y lo votó en esas elecciones que perdió pero ganó contra Menem. Sí, lo votó, lo votó pensando que lo hacía para autoflagelarse de nuevo a poco de que empezara a gobernar.
Pero empezó bien: mandó al carajo a La Nación y al pliego de condiciones que le quiso imponer Claudio Escribano.
No voy a hacer el recuento de sus logros, porque muchos los han repasado en los últimos días. Pero sí de algunos muy especiales para los nacidos en el ’53, años más, años menos.
Ahora que no está lo vuelvo a ver descolgando los cuadros de los genocidas en pleno Colegio Militar de la Nación. Declarándose hijo de las Madres de Plaza de Mayo, que ayer lo aceptaron como propio. Abriendo la ESMA para que los sobrevivientes y los organismos de derechos humanos recuperen para la vida un espacio sembrado por la muerte. Anulando las leyes del perdón, para que los genocidas abandonen la comodidad de sus hogares y vuelvan a la cárcel, donde debieron estar todos estos años de democracia.
Y, sobre todo, lo vuelvo a ver en un recuerdo muy íntimo, aquel miércoles 15 de noviembre de 2007, apretando simbólicamente el botón del detonador que terminó de volar la terrible cárcel de Caseros.
Sólo un puñado de sobrevivientes pudimos estar allí aquella mañana que luego de la explosión se hizo más luminosa. Sólo un puñado de privilegiados fuimos citados para ser testigos de un hecho tan esperado por todos los que estuvieron detenidos en aquella cárcel.
Aquella mañana Néstor Kirchner accionó el detonador y, luego de que el muro gigante se viniera abajo, nos saludó a uno por uno. Mientras me abrazaba muy fuerte y yo buscaba su mirada sin poder encontrarla, me dijo despacito al oído: “Viste, flaco, vos mucho no me creías, pero voy cumpliendo. Se cayó el muro, también tengo buena puntería”.
Fuente